22 feb 2013

Del placer de leer “De entonces acá” de Gustavo Wojciechowski



Cada tanto coinciden tiempo y espacio y cae en nuestras manos un libro de poemas.

Cada tanto ese libro de poemas trae consigo un tiempo y un espacio, un cronotopo diría Bajtín, que se unen a través de los invisibles hilos del recuerdo.

Cada tanto el entonces puede recorrer pedazos de tiempo inmemorables y llegar hasta el acá. El entonces que es la memoria misma del yo recorre los espacios en el que se vio crecer, sufrir y morir; y en los rincones más sucios de la mente el tiempo aparece ‘en una bolsita de nylon/donde todo una vieja puede guardar'.

De entonces acá es un viaje, a través de las palabras, del pasado al presente, de los que estuvieron a los que no están, de lo que fue a lo que es. Los versos cabalgan por las estaciones. Se ríen y transpiran, lloran y se acurrucan en cualquier lugar calentito.

Los primeros poemas, como quien empieza a recordar, son más lúdicos y viscerales. Se puede respirar el verano en el ‘gato adormilado          la sonrisa/hace equilibrio entre sus bigotes’. Los insectos dan vida a estas imágenes del verano. Como en La siesta de Girondo, la presencia de una mosca viene a hacer presente que el recuerdo solo estaba anestesiado: “caballo mosca y benteveo/dan cuenta del verano/ni la brisa los desmiente”.  

El tiempo cede su lugar al espacio, sin dejar de barnizar todo lo que toca, por donde pasa. La casa vuelve a las páginas en sus formas más simples y estructurales. Puertas y ventanas. Pisos, paredes, techos y cocinas. El otoño pide silencio y refugio. El pasado vuelve en el chirrido de la puerta, en los pasos que se posan en el piso, 'el revoque se hizo polvo/polvo detenido en el polvo/olvido/más tarde se pudo ver lo que había dentro de la fruta/pero no había nadie/nadie había para verla/naranja podrida el tiempo'.

El yo se vuelve un soñador del rincón, en términos de Bachelard: ‘El rincón niega el palacio, el polvo niega el mármol, los objetos usados niegan el esplendor y el lujo’. Hay un retorno a la casa natal, la casa de la infancia, la del pasado, más frágil y menos sólida que la casa soñada, la del porvenir. El soñador ve en el presente la casa que fue: ‘esa forma que es un cuadro o/el retrato del hombre que hubo un alguien/bigotes y patillas, un tanto recio/rígido en su marco/y ya ni sabe nadie quién es el hombre/sólo una marca más oscura en la piel otro tiempo’; el baño, por ejemplo, se describe a través de una simple y silenciosa imagen: ‘craquelado, el resto de un jabón reseco’. De ahí que Bachelard en La poética del espacio diga de este soñador: ‘desde el fondo de su rincón el soñador vuelve a ver una casa más vieja, la casa de otro país, haciendo así una síntesis de la casa natal y de la casa onírica. Los objetos, los alusivos objetos lo interrogan: "¿Qué pensará de ti, durante las noches de invierno y de abandono, la vieja lámpara amiga? ¿Qué pensarán de ti los objetos que te fueron acogedores, tan fraternalmente acogedores? ¿Su oscuro destino no estaba estrechamente unido al tuyo?... Las inmóviles y mudas no olvidan jamás: melancólicas y despreciadas, reciben la confidencia de lo más humilde, de lo más ignorado al fondo de nosotros mismos”’.  (132).

En este re-poblar la casa de objetos, recuerdos, más gastados –como el yo– también se re-puebla la poesía. Aparecen así mezclados, resemantizados, reinterpretados, actualizados, versos de poetas y tangos, que la voz poética toma a su antojo y los usa para expresar su intimidad. Este juego se mantiene a lo largo del libro: ‘porque –claro– una siempre está sola, sólo que/algunas veces una está totalmente sola/y lo sabe, y es terrible’, y más adelante: ‘porque uno siempre está solo, solo que/algunas veces uno está totalmente solo’, de este modo, se establece una reinterpretación de una reinterpretación ya hecha.

Luego el espacio cambia. Ya no es la casa natal sino el hospital. Se empieza a gestar, tímidamente, el invierno, la penúltima sección del libro, más metaliteraria y cruel. Preludiados por un epígrafe de Zitarrosa, en este puñado de poemas  la protagonista es la comida: como el poeta, el comensal toma del exterior el alimento para procesarlo en su interior, digerirlo y así nace el poema. La imagen del gato contrasta con la aparente inmovilidad del yo, el oscilar del gato en la ventana recuerda esa sutil línea que divide la vida de la muerte.

En la tercera sección, el yo se hace presente, a partir del epígrafe del polaco Witold Borcich, todo se transforma en figuraciones del yo. El lector por los ojos muere, y el poeta se enreda en la tanza: ‘alguien muerde el anzuelo/mientras yo me enredo en la tanza/escribir’. Se van descubriendo las obsesiones que apenas se insinuaban en las secciones anteriores, porque el invierno deja todo al descubierto. Estos poemas son la intemperie del yo: el alcohol (‘la belleza de haber vivido/me la bebí toda’), la escritura (‘el poema que escribiera un día ahora/el otro me decepciona/negro como un austin el cielo /se fue sin dejar rastro/apenas la vereda mojada’), la muerte que ronda en el hospital (‘la gota de suero marca el ritmo/punto suspensivo en el texto’).

Esta voz poética también es su familia. Son sus muertos. Son los suicidios. Los poemas no escritos y los que se escribieron y ‘van a dar a la mar que es el decir’. Y aparece la muerte en su máxima crudeza, en su desolación invernal, en la soda cáustica que se devoró a una amiga. Aparece la soledad del borracho que ‘se da cuenta (…) que estará solo siempre/primera persona del singular, pobre personita, uno/cualquiera, ahogado en su sequedad, manoseando/su bigotito buscando una explicación…’.

La última parte de este invierno cruel es, probablemente, la más emotiva y difícil de leer, no por afanes eruditos ni palabras complicadas, sino por la cotidianeidad y simpleza de sus imágenes; por el hondo dolor que provoca la muerte, el abandono, la soledad. Porque el yo se piensa a sí mismo en el instante en que se dio cuenta lo que significaba el suicidio, lo que significaba la valija con discos de pasta que dejó la tía y la mano que falta para cargar el cajón. Otra tía que ‘se fue marchitando/le merodeaban candrejos/cangrejos cangrejos/gordos cargosos/cargaron/sus huesitos cuando ya no pesaba nada mi tía/ni lucecita’.

La sección y, prácticamente el libro, se termina con una serie de preguntas que recuerdan al ubi sunt. Todas estas preguntas recorren el pasado del yo y del libro que se está terminando, que ya se recorrió: ‘¿qué se hizo de la tarde?/(…)¿cuándo el desconsuelo hizo su guardia?/(…) ¿cómo hubiera sido si no te hubiera conocido,/haber tomado por otra calle, si me hubiera sentado en otro banco,/qué tan distinto sería el hubiera?’; ‘aquellos primos que nunca más vi/y que desconozco en plena calle :cómo se llamaban?’.

La voz se descubre en el punto de inflexión de su vida, en la madurez, cuando ya no importa completar el álbum de figuritas ni ir solo al cine. Esos cambios insignificantes, esos descubrimientos silenciosos son la mínima imagen de procesos interiores trascendentes, que se recuerdan y duelen. Pero también las preguntas se van. También el invierno termina. También se termina el libro. Y la primavera no es esperanza, no es vida ni renacer, es ‘la decadencia del invierno’ como dice el poeta de Abisinia Witold Borcich.

El libro no se termina en el último poema. Tampoco se termina en el índice, que permite una re-lectura de los textos a través de sus títulos. Tampoco termina en el lector, que le pueden quedar resonando algunos versos. Porque los recuerdos no se borran. Porque la ‘hemorragia de recuerdos’ no se detiene con algodones y gasas. Porque ‘el tiempo solo es una cosa que pasa/el tiempo solamente nos pasa/se nos pasa el tiempo/esto solo se nos pasa con el tiempo’.  

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