Cada tanto coinciden tiempo y
espacio y cae en nuestras manos un libro de poemas.
Cada tanto ese libro de poemas
trae consigo un tiempo y un espacio, un cronotopo
diría Bajtín, que se unen a través de los invisibles hilos del recuerdo.
Cada tanto el entonces puede recorrer pedazos de
tiempo inmemorables y llegar hasta el acá.
El entonces que es la memoria misma
del yo recorre los espacios en el que
se vio crecer, sufrir y morir; y en los rincones más sucios de la mente el
tiempo aparece ‘en una bolsita de nylon/donde todo una vieja puede guardar'.
De entonces acá es un viaje, a través de las palabras, del pasado
al presente, de los que estuvieron a los que no están, de lo que fue a lo que
es. Los versos cabalgan por las estaciones. Se ríen y transpiran, lloran y se
acurrucan en cualquier lugar calentito.
Los primeros poemas, como quien
empieza a recordar, son más lúdicos y viscerales. Se puede respirar el verano
en el ‘gato adormilado la
sonrisa/hace equilibrio entre sus bigotes’. Los insectos dan vida a estas
imágenes del verano. Como en La siesta de
Girondo, la presencia de una mosca viene a hacer presente que el recuerdo solo estaba
anestesiado: “caballo mosca y benteveo/dan cuenta del verano/ni la brisa los
desmiente”.
El tiempo cede su lugar al
espacio, sin dejar de barnizar todo lo que toca, por donde pasa. La casa vuelve
a las páginas en sus formas más simples y estructurales. Puertas y ventanas. Pisos,
paredes, techos y cocinas. El otoño pide silencio y refugio. El pasado vuelve
en el chirrido de la puerta, en los pasos que se posan en el piso, 'el revoque
se hizo polvo/polvo detenido en el polvo/olvido/más tarde se pudo ver lo que
había dentro de la fruta/pero no había nadie/nadie había para verla/naranja
podrida el tiempo'.
El yo se vuelve un soñador del
rincón, en términos de Bachelard: ‘El rincón niega el palacio, el polvo niega
el mármol, los objetos usados niegan el esplendor y el lujo’. Hay un retorno a
la casa natal, la casa de la infancia, la del pasado, más frágil y menos sólida
que la casa soñada, la del porvenir. El soñador ve en el presente la casa que
fue: ‘esa forma que es un cuadro o/el retrato del hombre que hubo un
alguien/bigotes y patillas, un tanto recio/rígido en su marco/y ya ni sabe
nadie quién es el hombre/sólo una marca más oscura en la piel otro tiempo’; el
baño, por ejemplo, se describe a través de una simple y silenciosa imagen: ‘craquelado,
el resto de un jabón reseco’. De ahí que Bachelard en La poética del espacio diga de este soñador: ‘desde el fondo de su
rincón el soñador vuelve a ver una casa más vieja, la casa de otro país,
haciendo así una síntesis de la casa natal y de la casa onírica. Los objetos,
los alusivos objetos lo interrogan: "¿Qué pensará de ti, durante las
noches de invierno y de abandono, la vieja lámpara amiga? ¿Qué pensarán de ti
los objetos que te fueron acogedores, tan fraternalmente acogedores? ¿Su oscuro
destino no estaba estrechamente unido al tuyo?... Las inmóviles y mudas no
olvidan jamás: melancólicas y despreciadas, reciben la confidencia de lo más
humilde, de lo más ignorado al fondo de nosotros mismos”’. (132).
En este re-poblar la casa de
objetos, recuerdos, más gastados –como el yo–
también se re-puebla la poesía. Aparecen así mezclados, resemantizados,
reinterpretados, actualizados, versos de poetas y tangos, que la voz poética
toma a su antojo y los usa para expresar su intimidad. Este juego se mantiene a
lo largo del libro: ‘porque –claro– una siempre está sola, sólo que/algunas
veces una está totalmente sola/y lo sabe, y es terrible’, y más adelante: ‘porque uno siempre está solo, solo que/algunas
veces uno está totalmente solo’, de este modo, se establece una
reinterpretación de una reinterpretación ya hecha.
Luego el espacio cambia. Ya no es
la casa natal sino el hospital. Se empieza a gestar, tímidamente, el invierno,
la penúltima sección del libro, más metaliteraria y cruel. Preludiados por un
epígrafe de Zitarrosa, en este puñado de poemas la protagonista es la comida: como el poeta,
el comensal toma del exterior el alimento para procesarlo en su interior,
digerirlo y así nace el poema. La imagen del gato contrasta con la aparente
inmovilidad del yo, el oscilar del
gato en la ventana recuerda esa sutil línea que divide la vida de la muerte.
En la tercera sección, el yo se hace presente, a partir del epígrafe
del polaco Witold Borcich, todo se transforma en figuraciones del yo. El lector
por los ojos muere, y el poeta se enreda en la tanza: ‘alguien muerde el
anzuelo/mientras yo me enredo en la tanza/escribir’. Se van descubriendo las
obsesiones que apenas se insinuaban en las secciones anteriores, porque el
invierno deja todo al descubierto. Estos poemas son la intemperie del yo: el
alcohol (‘la belleza de haber vivido/me la bebí toda’), la escritura (‘el poema
que escribiera un día ahora/el otro me decepciona/negro como un austin el cielo
/se fue sin dejar rastro/apenas la vereda mojada’), la muerte que ronda en el
hospital (‘la gota de suero marca el ritmo/punto suspensivo en el texto’).
Esta voz poética también es su familia. Son sus muertos. Son los suicidios. Los poemas
no escritos y los que se escribieron y ‘van a dar a la mar que es el decir’. Y aparece
la muerte en su máxima crudeza, en su desolación invernal, en la soda cáustica
que se devoró a una amiga. Aparece la soledad del borracho que ‘se da cuenta (…)
que estará solo siempre/primera persona del singular, pobre personita,
uno/cualquiera, ahogado en su sequedad, manoseando/su bigotito buscando una
explicación…’.
La última parte de este invierno
cruel es, probablemente, la más emotiva y difícil de leer, no por afanes
eruditos ni palabras complicadas, sino por la cotidianeidad y simpleza de sus
imágenes; por el hondo dolor que provoca la muerte, el abandono, la soledad. Porque
el yo se piensa a sí mismo en el
instante en que se dio cuenta lo que significaba el suicidio, lo que
significaba la valija con discos de pasta que dejó la tía y la mano que falta
para cargar el cajón. Otra tía que ‘se fue marchitando/le merodeaban
candrejos/cangrejos cangrejos/gordos cargosos/cargaron/sus huesitos cuando ya
no pesaba nada mi tía/ni lucecita’.
La sección y, prácticamente el
libro, se termina con una serie de preguntas que recuerdan al ubi sunt. Todas estas preguntas recorren
el pasado del yo y del libro que se
está terminando, que ya se recorrió: ‘¿qué se hizo de la tarde?/(…)¿cuándo el
desconsuelo hizo su guardia?/(…) ¿cómo hubiera sido si no te hubiera
conocido,/haber tomado por otra calle, si me hubiera sentado en otro banco,/qué
tan distinto sería el hubiera?’; ‘aquellos primos que nunca más vi/y que
desconozco en plena calle :cómo se llamaban?’.
La voz se descubre en el punto de inflexión de su vida, en la madurez,
cuando ya no importa completar el álbum de figuritas ni ir solo al cine. Esos cambios
insignificantes, esos descubrimientos silenciosos son la mínima imagen de
procesos interiores trascendentes, que se recuerdan y duelen. Pero también las
preguntas se van. También el invierno termina. También se termina el libro. Y la
primavera no es esperanza, no es vida ni renacer, es ‘la decadencia del
invierno’ como dice el poeta de Abisinia
Witold Borcich.
El libro no se termina en el
último poema. Tampoco se termina en el índice, que permite una re-lectura de
los textos a través de sus títulos. Tampoco termina en el lector, que le pueden
quedar resonando algunos versos. Porque los recuerdos no se borran. Porque la ‘hemorragia
de recuerdos’ no se detiene con algodones y gasas. Porque ‘el tiempo solo es
una cosa que pasa/el tiempo solamente nos pasa/se nos pasa el tiempo/esto solo
se nos pasa con el tiempo’.
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