Qué le hacés a los
hombres me preguntó mientras levantaba la copa. Los mato le dije y se rio y yo
también me reí por un buen rato. Luego se volvió a poner serio, tomó otro trago
y me volvió a preguntar no, en serio, qué les hacés. Y yo le dije que los
mataba, así de simple, primero un poco de seducción simple con un poco de
simpatía y algunas palabras difíciles que tanto gustan. Luego los invito a mi
casa. No cenamos porque los fagocito con mi ameba multiforme que se oculta en
el fondo oceánico del mil corrientes, por el que los dejo bucear, recorrer las
profundidades oscuras y terribles, donde ciento de figuras y monstruos marinos
los esperan para darles una velada tan suave y tan rica, tan llena de brisa
marina, de aguas profundas, de microorganismos conquistadores, criminales y
amorosos. Y que después era todo muy sencillo: los ignoraba por un tiempo hasta
que por favor puedo ir a verte y ahí los volvía a recibir, les cocinaba algo
rico con manos de reina, de princesa, de dama, de cielo. Una noche de velas, de
música blanda y apacible, de olas chocando en la orilla con la delicia del sueño
provocado por haber comido bien mientras te acarician la cara con manos finas
que hace un rato estuvieron amasando y ahí los mato. Volvió a reírse con la historia
y casi se atraganta con un sorrentino con salsa caruso que le había preparado
para recibirlo esa noche. Y por qué nunca te descubren me preguntó con cierta desconfianza
burlona, porque se comen la evidencia le dije. Sonrió, dejó el tenedor en la
mesa, apagó las velas, le dije que cada vez que un hombre apaga una vela, muere
un marinero y también se burló de la superstición. Fue con somnolencia hasta el
cuarto donde estaba la cama de sábanas azules recién tendida y empezó a
desvestirse. Vení mi reina me dijo y yo solo empecé a desvestirme, no había
nada más para hacer.