El bicho bola o bolita o Armadillium vulgare, tiene la capacidad
de enrollamiento, de cubrirse con su propia piel ante las amenazas, ante el
miedo. Pasado el peligro, comienza a desdoblarse hacia mundo exterior
lentamente, saca sus partes blandas y vulnerables para mostrar que sigue vivo y
entero.
Este mismo recorrido parece
hacer el primer libro de Victoria Estol: los primeros poemas giran gracias a la
protección de un hermetismo defensivo que le permite darse contra todo; por eso
el título de la sección, “Que me roce un tren”. Las imágenes más fuertes, rebasan
esta primera parte del poemario, en la búsqueda de la metáfora protectora, de
la cotidianeidad desbordante: “mastico tu carne, gusano/tallo tu hueso,
termita/nado en tu sangre contradictoria”.
El sexo descarnado y descarado
parece pegarle una patada en el pecho al amor, burlarse de la cursilería y los
preámbulos amorosos: “… me acerco al novio y le toco el culo. Lo miro distraída
y entro al baño. Me bajo la bombacha. Sé que él viene”. Pero también es una
forma de prevenir el ataque de los “hombres bomba”, del “gran cogedor”, del
gusano que se infiltra en la manzana para pudrirla. Por eso el bicho bola
blindado y no la manzana vulnerable, penetrable.
Ya en la segunda sección,
comienza la apertura, su oscuridad interior emerge para poblar las páginas, el
poema. La amenaza fue neutralizada pero no evitada: “en la noche entran en
tropa por mis rendijas/van directo al objetivo”. A la vez que crece, expande
sus patas entintadas, y encuentra un nuevo refugio: la escritura. Debe escapar
del caparazón para lograrlo y hurgar en los lugares indelebles y densos, como
la noche: “me gusta ver animales muertos. los miro un rato y si su especie es
bien lejana a la mía, agarro un palito y los hurgo. me gusta la intimidad
muerta. tiene algo de infinito”.
La última parte del libro
llamada “no está bien que te pique tanto el mismo bicho”, es la más metapoética del libro. En esta sección
se alcanza a vislumbrar la existencia mínima de una cotidianeidad plena. El bicho
bola ya no se encierra en sí mismo bajo el hermetismo violento, tampoco se
metamorfosea en otros insectos cubiertos de tinta; ahora se mira a sí mismo en
su pequeña realidad, despojado del caparazón, saca una a una sus patas para,
ante todo, contemplarlas él mismo: “Hay días que nadie se sienta al lado mío en
el ómnibus”; “tengo un nudo en la garganta/me lo trago/cae en picada por el
esófago/pica en el estómago/rebota en las tripas//se acomoda despacio entre mis
ovarios…”.
Es en esta conciencia de sí
mismo inmerso en un mundo fabricado por sus propias percepciones, que emerge el
arte poético: “estoy llena de excepciones”, esta expresión parece definir al
poemario, a cada una de las palabras que lo conforman. Todo en él es extrañeza
y normalidad. Porque la poesía en sí misma es excepción; como dice Olga Orozco:
“La poesía puede presentarse al lector bajo la apariencia.de muchas
encarnaciones diferentes, combinadas, antagónicas, simultáneas o totalmente
aisladas, de acuerdo con la voz que convoca sus apariciones”.
“Escribo poemas minúsculos y
los tiro al nuevo buzón de mi pared/a quien sea que esté ahí quiero explicarle
mi falta de revoque”. Pero la poesía no tapa agujeros ni encuentra a su
destinatario de manera inmediata. La poesía desnuda al que la escribe y le regala
un vestido a quien la lee: “desnuda me siento vestida”; aunque la desnudez también
pesa, “el disfraz de piel cae/mi adentro es un cabo de manzana en el aire”, y
la oscuridad del espacio vacío llama: “soplo un beso desde la orilla/y vuelvo
mar adentro/donde el silencio es latido/donde el delirio encausa//donde me
habito”.
Pero la poesía es un viaje de “ida
y vuelta”. Del interior del bicho bola al ombligo del que recibe los poemas. De
aquel que acepta el desafío de naufragar en la desnudez. Comer de la manzana. Ser
el gusano que se desliza y pudre. Que hace “foco” para ver lo que hay dentro. Y
esperar.
Me encantó el análisis y la interpretación de este fantàstico libro
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