Estoy
en una casa inmensa. Blanca por todos lados. Inmaculada. Fría. Tiene una
escalera monumental. Si no supiera que es mía pensaría que es un palacio. La
puerta principal es de madera. Tiene pestillos dorados. La mirilla parece un
telescopio. Hace horas que estoy parada frente a ella y no me animo a mirar.
Primero toco su madera lisa y fuerte. Es lo único cálido de la casa. Detrás de
mí no hay nada. Pero igual no me animo a mirar. Me siento como entre dos
paredes. Sé que la única solución es abrir la puerta. Afuera es de noche y
llueve. Recuerdo el tatuaje que tengo en mi pierna derecha. Es una llave de oro
con una cinta roja. Esa es la llave que abre la puerta. Me froto con intensidad
la pierna para ver si sale. Me duele. Si tuviera un cuchillo sería más fácil. Hasta
que un ruido metálico suena contra el piso de cerámica blanca y retumba en toda
la casa. Miro. Está ahí. Poner la llave siempre me resultó un acto casi
pornográfico. Me empieza a sudar la mano. Gotea de manera incansable. El agua
me llega a las rodillas. Casi ya no puedo respirar. Pongo la llave. Giro
lentamente y el agua se va.
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