25 ene 2018

Mi reina

Qué le hacés a los hombres me preguntó mientras levantaba la copa. Los mato le dije y se rio y yo también me reí por un buen rato. Luego se volvió a poner serio, tomó otro trago y me volvió a preguntar no, en serio, qué les hacés. Y yo le dije que los mataba, así de simple, primero un poco de seducción simple con un poco de simpatía y algunas palabras difíciles que tanto gustan. Luego los invito a mi casa. No cenamos porque los fagocito con mi ameba multiforme que se oculta en el fondo oceánico del mil corrientes, por el que los dejo bucear, recorrer las profundidades oscuras y terribles, donde ciento de figuras y monstruos marinos los esperan para darles una velada tan suave y tan rica, tan llena de brisa marina, de aguas profundas, de microorganismos conquistadores, criminales y amorosos. Y que después era todo muy sencillo: los ignoraba por un tiempo hasta que por favor puedo ir a verte y ahí los volvía a recibir, les cocinaba algo rico con manos de reina, de princesa, de dama, de cielo. Una noche de velas, de música blanda y apacible, de olas chocando en la orilla con la delicia del sueño provocado por haber comido bien mientras te acarician la cara con manos finas que hace un rato estuvieron amasando y ahí los mato. Volvió a reírse con la historia y casi se atraganta con un sorrentino con salsa caruso que le había preparado para recibirlo esa noche. Y por qué nunca te descubren me preguntó con cierta desconfianza burlona, porque se comen la evidencia le dije. Sonrió, dejó el tenedor en la mesa, apagó las velas, le dije que cada vez que un hombre apaga una vela, muere un marinero y también se burló de la superstición. Fue con somnolencia hasta el cuarto donde estaba la cama de sábanas azules recién tendida y empezó a desvestirse. Vení mi reina me dijo y yo solo empecé a desvestirme, no había nada más para hacer.

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