Estoy
dentro de una máquina desconocida. Parece que yo la manejo pero no encuentro el
manual y dejo que vaya sola. En el camino se destruyen casas, mueren perros
aplastados y la gente corre. Alguien grita ¡asesino! y empiezo a probar la
manera de matar a esa persona. No me hace feliz pero calma mis nervios. Toco el
botón rojo y empieza a sonar una melodía dulce y triste. Ideal para morir. Lo
tomo entre mis manos de fierro y reconozco en mi víctima a mi padre. Me da
lástima que tenga una muerte tan digna. Tan musical. Pero no lo dudo: aprieto
su cuerpo de carne hasta sentir el ruido de sus huesos. Por algún motivo recuerdo
la muerte de mi primera mascota. Su muerte lenta y dolorosa. Su funeral en mi
plato de comida del mediodía en familia. Su cremación en la vianda para el otro
día llevar a la escuela. Mi mano se vuelve más dura. Aprieta con furia. Y ya no
es mi padre el que está muriendo entre los fierros retorcidos. Soy yo y no
grito. Solo pienso en quién está manejando la máquina. Si habrá encontrado el
manual en algún cajón. La música ahora se hace más fuerte. Suena en toda la
ciudad. La gente se tranquiliza y empieza a cantar. Es un funeral hermoso.
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