Elegí
mirarme en el espejo y odiarme. No sé si lo elegí o simplemente me
pasó. Me escondí en los rincones más sucios de la casa. Dejé que todos
los gatos de la cuadra se acostaran en mi cama. Y no lo pude leer. No lo
pude encontrar en mis manos. Y ahora la cama tiene las sábanas blancas
del hospital. Y un gato maúlla. Me quiere decir algo pero ya no lo
entiendo. Y me lame las venas de las piernas a
punto de explotar. Y otro espera en la mesa para que coma toda la
familia junta. Cada uno tiene su plato y yo también tengo el mío. El
mantel de guata con flores rojas y amarillas. Mi madre me decía que se
limpian fácil aunque sean feos. A mí no se me ensucia, porque todos
aprendimos los modales para sentarnos en la mesa. Mi madre no podría
entrar a esta casa. Es alérgica a los gatos y a la mugre. Recién ahora
entiendo la felicidad de mi madre al morir joven. Al tener una hija que
la entierre. Al llevarse la belleza a la tumba. Y ese día llovió fuerte y
la tierra olía bien. No era tierra de muertos. Y llevé albahaca y
perejil. Cuando todos se fueron lo planté porque la tierra estaba
húmeda. Y mis dedos se hundían casi hasta tocar su carne. Y apreté las
raíces. Y nunca más se me fue el color negro de las uñas con el que me
voy a morir.
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