Hace poco descubrí la forma que tienen mis amantes de controlar mi actividad sexual, aquella que escapa a sus dominios. En realidad creí no darme cuenta hasta que sí lo hice y ahí empezó todo. Para ser justa, todo empezó con mi primera cita, la cita con S.
Salimos a comer, como es habitual. Yo me comporté recatada: dos empanadas y una copa de vino. Hablamos en una plaza y fumamos varios cigarrillos. Subimos a su auto y fuimos a mi casa. S. había traído dos paquetes de preservativos, muy alentador de su parte. De esos seis usamos tres, y no porque precisamente los usáramos de forma efectiva, sino más bien que hubo ciertas dificultades. Los otros tres, reunidos en una sola caja, los apoyó de forma indeleble sobre mi mesa de luz. Después de tomar agua y antes de que se fuera le dije que no se los olvidara. Insistió con unos besos ya trasnochados y se fue. Yo vi que los preservativos quedaban pero no se lo volví a recordar.
Entre la primera cita con S., que no estuvo mal, y la segunda, tuve mi primera, segunda y tercera cita con A. Él no tenía tanto apuro y yo seguí el juego: una hamburguesa y una cerveza en la primera, una ensalada marina con vino y boleros en vivo en la segunda y, finalmente, unos sorrentinos con caruso y película en mi casa en la tercera. Luego de varias horas de charla amena apareció el beso y la noticia: no había traído preservativos. Yo le dije que tenía (S. no se iba a ofender o tal vez ni siquiera acordar), y usamos los tres que había dejado S. en casa y no precisamente fue un uso efectivo de los tres; podría afirmar que el último (la tercera es la vencida) fue el que en verdad usamos.
S. me llama un día de calor. Insiste en vernos y yo le digo que mi casa es un horno. Me invita a un motel o un hotel de alta rotatividad. Le dije que sí y lo esperé porque venía en su moto. Pensé que si al bajar me preguntaba por el paquete de tres le diría que me los había olvidado. Subió, entró a mi casa y elegimos el motel por una aplicación. Cuando estábamos yendo me dice que lleve los preservativos. Yo le pregunto «¿cuáles?» y me responde los que dejó en mi casa y yo le digo «acá no dejaste nada y si los dejaste los agarró el gato y ya no se pueden usar». Compró un paquete de tres en la habitación, usamos uno y me pidió que guardara los otros dos. Y así lo hice: los dos preservativos de S. fueron a parar al cajón de las bombachas.
Entre la segunda cita con S. y la cuarta con A. conocí a C. Nuestra primera cita también fue con comida: un ceviche y vino para mí y pisco para él. Nos reímos hasta que se emborrachó y nos pidieron que nos fuéramos. Tenía mis dudas sobre si irme con él o no pero tomamos un taxi y nos fuimos a su casa. En el medio, pidió para bajar a comprar en una estación de servicio. No me dejó acompañarlo y entonces supe que iba a comprar condones. Por un momento tuve la ilusión de que fueran de la misma marca que había comprado S. así evitaba algunas dificultades. No. Compró, con la fuerza que solo da el alcohol, tres paquetes, lo que da un total de nueve preservativos. Usamos medio y el resto me los dio para cuando vaya a mi casa me dijo. Los ocho fueron a parar al mismo cajón junto con los dos de S.
La cuarta cita con A. fue en su casa. Yo no llevé preservativos igual que él. Había comprado cuatro paquetes para tener dijo. Dos se los quedó él y dos me los dio a mí. Esa noche usamos dos de los suyos y yo dejé los dos nuevos paquetes, es decir, seis preservativos más en el mismo cajón junto con los ocho de C. y los dos de S. A esta altura ya tenía más preservativos que bombachas.
La tercera cita con S. fue después de la primera con C. y antes de la primera con J. Vino a mi casa, tomamos vino, nos dimos besos y me preguntó si tenía los preservativos. Le dije que sí con cierto orgullo y fui a buscarlos. Cuando los llevo me dice que esa no es la marca que él había comprado y le digo que eso no parece importante en esta situación y me da la razón. Esa noche apenas usamos uno y se llevó la caja vacía y dejó al último preservativo huérfano solo en la mesa de luz. Sin saberlo iba a ser mi penúltima cita con S. Ya no nos pudimos ver más.
La cita con J. fue un verdadero fracaso. Me gastó cinco de mis preservativos (ya no sé si de C. o de A. o el último de S.) y como quién dice solo usamos uno. Yo le comenté que el que mucho abarca poco aprieta y él me preguntó por qué tenía tantos preservativos. Arriesgué una respuesta tentativa y casi sincera: «me los dejan mis amantes de recuerdo». Entonces fue a su bolso, sacó un paquete sin abrir y me lo dio para mi colección. Me preguntó si coleccionaba algo más además de amantes y preservativos y le dije que sí, que muertos. Se rió sin entender y no hizo más preguntas.
En cada cita posterior, C. reclamó usar los que él me había dado, lo mismo hizo A. y J. y S. por última vez. También R. y L. y M. y P. Al principio debo decir a mi favor que realmente lo intenté. Elaboré una plantilla Excel con nombres, marcas y cantidades. El cajón de las bombachas había cambiado su aspecto y contenía ahora preservativos doblados sobre sí mismos, apilados y organizados de manera que respetaran las columnas de la plantilla. El problema es que en el momento de la desesperación sexual no me fijaba en nada. Hasta que me cansé. Ese fue el momento de mi última cita con S. y de a poco con todos. Para ese entonces ya había empezado a guardar los preservativos usados, a hacerle pruebas al semen y darle a cada uno el preservativo que se merecía para conseguir la plenitud profiláctica.
Ya no tengo primeras citas y dicen por ahí que la aplicación se ha caído por culpa de la «viuda de las citas». Ahora vendo mis preservativos por encargo y según los requerimientos de las clientas.
Ya está todo escrito
poética del gato
20 may 2018
25 ene 2018
Mi reina
Qué le hacés a los
hombres me preguntó mientras levantaba la copa. Los mato le dije y se rio y yo
también me reí por un buen rato. Luego se volvió a poner serio, tomó otro trago
y me volvió a preguntar no, en serio, qué les hacés. Y yo le dije que los
mataba, así de simple, primero un poco de seducción simple con un poco de
simpatía y algunas palabras difíciles que tanto gustan. Luego los invito a mi
casa. No cenamos porque los fagocito con mi ameba multiforme que se oculta en
el fondo oceánico del mil corrientes, por el que los dejo bucear, recorrer las
profundidades oscuras y terribles, donde ciento de figuras y monstruos marinos
los esperan para darles una velada tan suave y tan rica, tan llena de brisa
marina, de aguas profundas, de microorganismos conquistadores, criminales y
amorosos. Y que después era todo muy sencillo: los ignoraba por un tiempo hasta
que por favor puedo ir a verte y ahí los volvía a recibir, les cocinaba algo
rico con manos de reina, de princesa, de dama, de cielo. Una noche de velas, de
música blanda y apacible, de olas chocando en la orilla con la delicia del sueño
provocado por haber comido bien mientras te acarician la cara con manos finas
que hace un rato estuvieron amasando y ahí los mato. Volvió a reírse con la historia
y casi se atraganta con un sorrentino con salsa caruso que le había preparado
para recibirlo esa noche. Y por qué nunca te descubren me preguntó con cierta desconfianza
burlona, porque se comen la evidencia le dije. Sonrió, dejó el tenedor en la
mesa, apagó las velas, le dije que cada vez que un hombre apaga una vela, muere
un marinero y también se burló de la superstición. Fue con somnolencia hasta el
cuarto donde estaba la cama de sábanas azules recién tendida y empezó a
desvestirse. Vení mi reina me dijo y yo solo empecé a desvestirme, no había
nada más para hacer.
6 dic 2017
Muerto en arrullo
Me gustas cuando callas, amado mío, porque estás como ausente, y ya me oyes desde lejos y ni mis manos ni mi boca te tocan. Parece que tus ojos, blancos ya, se te hubieran volado y mi beso dulce te ha cerrado la boca. Todas las cosas que ya no tocas están llenas de mi alma, sin embargo ya no emerges de las cosas llenas del veneno mío. Muerto ya, y así de limpio, te pareces a mi alma, y también te pareces a la palabra alegría. Ya te lo he dicho: me gustas cuando callas porque estás distante, lejos y no te quejas muerto en arrullo. No podrás decirme que mi voz no te alcanza porque me he callado con este silencio tuyo. Y te hablaré en el silencio, limpio como tu cuerpo, simple como tu anillo. Eres ahora como la noche, silencioso y tranquilo, y tu silencio es de muerte, tan lejano y sencillo. Estas serán mis últimas palabras, las que siempre te he dicho: me gustas cuando callas, amado mío, porque estás como ausente, distante y afortunadamente muerto. Mi palabra entonces, mi sonrisa alcanza para saber que estoy alegre, alegre de haberlo hecho.
22 sept 2017
Ya no estaré casada
De repente me encontré en esta situación: deseo matar al que fue mi esposo y me dejó. Todas las noches, para poder dormir, me acuesto pensando en cómo podría hacerlo, qué estrategias y planes podría elaborar para ejecutarlo bien. En verdad, no me importa mucho si descubren que fui yo, de hecho no me molestaría; pero sí me llenaría de pesadumbre no hacerlo bien, me refiero a bien limpio y ordenado. En mi vida con él todo era suciedad y desorden, cosas tiradas, ropa acumulada en todas las sillas de la casa, objetos y más objetos que llenaban los espacios más escondidos de la casa. A veces no se podía caminar. A veces la comida se llenaba de gusanos y polillas en el mueble de la cocina. A veces incluso no se podía distinguir la ropa sucia de la limpia.
Yo enloquecía y él solo me decía que me quedara tranquila, que mañana me ayudaba a limpiar, que no estaba todo tan desordenado, «aflojale a la obsesión» llegaba incluso a decirme. Y tenía que esperar a algún cumpleaños o reunión familiar, que eran pocas, para que me ayudara. A veces leía mis libros de amor para convencerme de que todo estaba bien, que omnia vincit amor. Y de esa misma forma sucia y desordenada me dejó; que sí, que no, que no sé, que tal vez, que te amo, que ya no te amo, que no puedo vivir contigo, que necesito vivir contigo. Lo insulté con las pocas palabras feas que conocía. Le dije «cobarde y mentiroso» y también «traidor e hipócrita». En una oportunidad estuve a punto de decirle «poco hombre» pero en seguida me di cuenta que eso no podía ser un insulto, que de hecho estaba dejándome por teléfono por un exceso de masculinidad, de cierta estupidez mental. En esa oportunidad le dije: «prefiero ser viuda a divorciada», y él solo pudo reírse, tratarme de tonta y pedirme que me fuera.
Y yo me fui. Agarré mis libros, un poco de ropa y la llave sin que se diera cuenta. No grité ni me escandalicé. Cerré la puerta y empecé a pensar en las formas limpias de matar a un hombre. De dejarlo reducido a un polvo que se pueda barrer con facilidad. No un crimen pasional, como ponen en las noticias, una limpieza más bien, un orden en el mundo. Por eso tenía que esperar, pensar bien noche tras noche la mejor forma de hacerlo. Que sea hasta simbólico, imaginé una noche, nada de sangre chorreada o genitales cortados; yo no lo quería matar por hombre o por amor, sino por limpieza.
Así empiezo entonces a elaborar el plan. Tengo una habitación en mi nueva casa destinada a eso. Conozco sus horarios y costumbres. Las anoto. En el plano de la ciudad tengo armado sus recorridos. En el plano de la casa, que conozco de memoria, tengo colocadas algunas marcas con diferentes colores según las actividades, horarios y secuencias de movimientos. El pobre no lo sabe, pero mientras vivimos juntos yo lo observaba mucho, incluso alguna vez tomé alguna nota porque en su caos yo creía encontrar patrones de conducta, cierto orden inconsciente que lo hacía actuar día tras día de la misma forma. Él se creía muy espontáneo y se burlaba de mis movimientos felinos, de mis recorridos de memoria por la casa, de mis salidas nocturnas de la cama sin prender la luz para ir al baño o a la cocina. Él debe seguir riéndose de eso y yo ahora también.
Tiene que ser un martes porque no está en todo el día. Tendré tiempo de aprontar todo, ordenar y limpiar. El hecho no tendría que dejar de ser un poco sorpresivo, pero no tanto como para que se asustara; más bien plantear un escenario siniestro y cómico, en el que pudiera sentir un escalofrío y al mismo tiempo divertirse, sentir que un límite había traspasado pero que podía sentir pena por mí. La lista de productos necesarios que tenía hecha me permitió hacer las compras con facilidad. En el bolso que compré para tales efectos lo tenía pronto tres días antes: cada producto ordenado según la secuencia de su próximo uso. Disponía del tiempo necesario, porque qué horror hacer las cosas apuradas y a último momento. Si seguía el cronograma hecho, todo saldría perfecto.
Llegué a la casa cinco minutos antes. Lo vi salir pero, como lo esperaba, volvió a los tres minutos porque se dio cuenta que algo se había olvidado, podía ser la billetera, el celular o las llaves de la oficina. Siempre era algo distinto, pero siempre se olvidaba de algo. Entré. Como si lo hubiera visto en una pesadilla, la casa estaba tal cual lo esperaba: los platos sucios, la ropa en el piso y en las sillas, restos de comida en el living y envoltorios de alfajores y golosinas en el sillón. Si no lo mato yo primero, lo va a matar el colesterol, pensé en ese momento y, debo decir, me sonreí. Me puse los guantes y la máscara, debía cuidarme de no entrar en contacto con ningunos de los productos de limpieza que había adquirido. El primero debía aplicarlo en la cocina, cuando llegue será al primer lugar que irá. Lavé los platos, tiré la comida agusanada y vencida y también barrí un poco. Pasé el producto en la heladera y de paso le saqué las manchas de grasa y salsa de tomate que tenía. Luego seguía el baño, aunque probablemente llegara allí al final, este producto necesitaba un poco más de tiempo para asentarse. Ay por favor el sarro de los azulejos y no quiero decir lo que eran los artefactos. Aunque me lo esperaba, nunca dejaba de espantarme. En un gesto casi de amor le di vuelta el papel higiénico, el pobre nunca entendió para qué lado debía ponerse.
Seguí con la ropa. Doblé y guardé la que estaba limpia y puse a lavar con mi detergente estrella la sucia. Ese sería mi golpe de gracia. Mientras la ropa se lavaba pasé al dormitorio. Tendí la sábana de abajo y la rocié con el perfume para ropa que había comprado para tales efectos. La dejé lisa y simétrica como a mí me gusta. Un poco de perfume en las almohadas y una barrida general. Listo. Ahora quedaba lo más difícil: el living-comedor. Según mis cálculos, al terminar la zona del sillón estaría pronta la ropa y así fue. La doblé, la guardé y le dejé una muda completa pronta para que se pusiera después de bañarse. A él le gustaba que yo hiciera eso y lo hice. Quedaba solo la parte de la mesa, ahí es donde comería y, por lo tanto, al segundo lugar donde iría. Barrí, ordené las sillas en su lugar y luego pasé un desinfectante en la mesa. Cuando se secó pasé un lustra muebles con sabor a naranja que dejó la mesa con brillo. Faltaba lo último: pasarle un trapo a los pisos de toda la casa, esta era la parte fundamental, no solo porque le daría a la casa el brillo de limpieza necesario, sino porque sus compuestos reaccionaban con los otros; unos entraban por la nariz, otros por los ojos y otros por el tacto. Luego de hacer una última revisión y acomodar los últimos detalles, guardé todo en el bolso y me fui. Solo era cuestión de hora y esperar en las noticias que dijeran que a un hombre lo había matado la limpieza. Y así fue.
Yo enloquecía y él solo me decía que me quedara tranquila, que mañana me ayudaba a limpiar, que no estaba todo tan desordenado, «aflojale a la obsesión» llegaba incluso a decirme. Y tenía que esperar a algún cumpleaños o reunión familiar, que eran pocas, para que me ayudara. A veces leía mis libros de amor para convencerme de que todo estaba bien, que omnia vincit amor. Y de esa misma forma sucia y desordenada me dejó; que sí, que no, que no sé, que tal vez, que te amo, que ya no te amo, que no puedo vivir contigo, que necesito vivir contigo. Lo insulté con las pocas palabras feas que conocía. Le dije «cobarde y mentiroso» y también «traidor e hipócrita». En una oportunidad estuve a punto de decirle «poco hombre» pero en seguida me di cuenta que eso no podía ser un insulto, que de hecho estaba dejándome por teléfono por un exceso de masculinidad, de cierta estupidez mental. En esa oportunidad le dije: «prefiero ser viuda a divorciada», y él solo pudo reírse, tratarme de tonta y pedirme que me fuera.
Y yo me fui. Agarré mis libros, un poco de ropa y la llave sin que se diera cuenta. No grité ni me escandalicé. Cerré la puerta y empecé a pensar en las formas limpias de matar a un hombre. De dejarlo reducido a un polvo que se pueda barrer con facilidad. No un crimen pasional, como ponen en las noticias, una limpieza más bien, un orden en el mundo. Por eso tenía que esperar, pensar bien noche tras noche la mejor forma de hacerlo. Que sea hasta simbólico, imaginé una noche, nada de sangre chorreada o genitales cortados; yo no lo quería matar por hombre o por amor, sino por limpieza.
Así empiezo entonces a elaborar el plan. Tengo una habitación en mi nueva casa destinada a eso. Conozco sus horarios y costumbres. Las anoto. En el plano de la ciudad tengo armado sus recorridos. En el plano de la casa, que conozco de memoria, tengo colocadas algunas marcas con diferentes colores según las actividades, horarios y secuencias de movimientos. El pobre no lo sabe, pero mientras vivimos juntos yo lo observaba mucho, incluso alguna vez tomé alguna nota porque en su caos yo creía encontrar patrones de conducta, cierto orden inconsciente que lo hacía actuar día tras día de la misma forma. Él se creía muy espontáneo y se burlaba de mis movimientos felinos, de mis recorridos de memoria por la casa, de mis salidas nocturnas de la cama sin prender la luz para ir al baño o a la cocina. Él debe seguir riéndose de eso y yo ahora también.
Tiene que ser un martes porque no está en todo el día. Tendré tiempo de aprontar todo, ordenar y limpiar. El hecho no tendría que dejar de ser un poco sorpresivo, pero no tanto como para que se asustara; más bien plantear un escenario siniestro y cómico, en el que pudiera sentir un escalofrío y al mismo tiempo divertirse, sentir que un límite había traspasado pero que podía sentir pena por mí. La lista de productos necesarios que tenía hecha me permitió hacer las compras con facilidad. En el bolso que compré para tales efectos lo tenía pronto tres días antes: cada producto ordenado según la secuencia de su próximo uso. Disponía del tiempo necesario, porque qué horror hacer las cosas apuradas y a último momento. Si seguía el cronograma hecho, todo saldría perfecto.
Llegué a la casa cinco minutos antes. Lo vi salir pero, como lo esperaba, volvió a los tres minutos porque se dio cuenta que algo se había olvidado, podía ser la billetera, el celular o las llaves de la oficina. Siempre era algo distinto, pero siempre se olvidaba de algo. Entré. Como si lo hubiera visto en una pesadilla, la casa estaba tal cual lo esperaba: los platos sucios, la ropa en el piso y en las sillas, restos de comida en el living y envoltorios de alfajores y golosinas en el sillón. Si no lo mato yo primero, lo va a matar el colesterol, pensé en ese momento y, debo decir, me sonreí. Me puse los guantes y la máscara, debía cuidarme de no entrar en contacto con ningunos de los productos de limpieza que había adquirido. El primero debía aplicarlo en la cocina, cuando llegue será al primer lugar que irá. Lavé los platos, tiré la comida agusanada y vencida y también barrí un poco. Pasé el producto en la heladera y de paso le saqué las manchas de grasa y salsa de tomate que tenía. Luego seguía el baño, aunque probablemente llegara allí al final, este producto necesitaba un poco más de tiempo para asentarse. Ay por favor el sarro de los azulejos y no quiero decir lo que eran los artefactos. Aunque me lo esperaba, nunca dejaba de espantarme. En un gesto casi de amor le di vuelta el papel higiénico, el pobre nunca entendió para qué lado debía ponerse.
Seguí con la ropa. Doblé y guardé la que estaba limpia y puse a lavar con mi detergente estrella la sucia. Ese sería mi golpe de gracia. Mientras la ropa se lavaba pasé al dormitorio. Tendí la sábana de abajo y la rocié con el perfume para ropa que había comprado para tales efectos. La dejé lisa y simétrica como a mí me gusta. Un poco de perfume en las almohadas y una barrida general. Listo. Ahora quedaba lo más difícil: el living-comedor. Según mis cálculos, al terminar la zona del sillón estaría pronta la ropa y así fue. La doblé, la guardé y le dejé una muda completa pronta para que se pusiera después de bañarse. A él le gustaba que yo hiciera eso y lo hice. Quedaba solo la parte de la mesa, ahí es donde comería y, por lo tanto, al segundo lugar donde iría. Barrí, ordené las sillas en su lugar y luego pasé un desinfectante en la mesa. Cuando se secó pasé un lustra muebles con sabor a naranja que dejó la mesa con brillo. Faltaba lo último: pasarle un trapo a los pisos de toda la casa, esta era la parte fundamental, no solo porque le daría a la casa el brillo de limpieza necesario, sino porque sus compuestos reaccionaban con los otros; unos entraban por la nariz, otros por los ojos y otros por el tacto. Luego de hacer una última revisión y acomodar los últimos detalles, guardé todo en el bolso y me fui. Solo era cuestión de hora y esperar en las noticias que dijeran que a un hombre lo había matado la limpieza. Y así fue.
21 oct 2016
Nací mujer
Hay una mujer
que se esconde
en los abismos sin tiempo.
Me criaron así
para sobrevivir.
Hubo en otro tiempo
otra mujer parecida a mí
parecida a mi madre
parecida a mi abuela
que agarró a su hija mujer
y la cruzó en un bote clandestino.
La llevó
del otro lado del río
para que no se notaran
sus lágrimas de mujer rota.
Solo esa hija
pudo comprender
ya vieja
que la salvaba
y la hundía
que todo
del otro lado del río
será así
siempre.
Porque después
de ella
vendrá otra madre
que comprenderá
la carga genética.
Armará el clan
y buscará
los símbolos secretos
de la familia.
Ordenará
según las estrictas reglas
el árbol genealógico.
Seremos triángulos y círculos
unidos y separados
por fechas
y acontecimientos
entrelazados con otros clanes.
Por eso
ella
será la que prepare el té
con cucharas de madera
e inicie el rito
que yo también conozco.
La historia secreta
de las mujeres de la casa.
Herencia Universal
genéticamente comprobada.
Yo también ahora
tomo té
de jengibre
miel
y marcela.
Y también sueño
con la serpiente asesinada
con los secretos
que no son míos
y por los que debo atestiguar.
No puede haber
solo mandatos
y transferencias.
Que la vida sea
solo
las valijas de otros.
Que solo exista
la posibilidad de un misterio.
Por eso
ya escribí
todas las cartas
a los antepasados
a los muertos
al clan.
Ya realicé
todos los ritos de pasaje.
Reprogramé
mi adn.
Mi sangre hirvió
sobre la hipnosis
ericksoniana
de los recuerdos.
Hasta llegar a la oscuridad
de la memoria sin tiempo
que se esconde
en la palabra mujer.
que se esconde
en los abismos sin tiempo.
Me criaron así
para sobrevivir.
Hubo en otro tiempo
otra mujer parecida a mí
parecida a mi madre
parecida a mi abuela
que agarró a su hija mujer
y la cruzó en un bote clandestino.
La llevó
del otro lado del río
para que no se notaran
sus lágrimas de mujer rota.
Solo esa hija
pudo comprender
ya vieja
que la salvaba
y la hundía
que todo
del otro lado del río
será así
siempre.
Porque después
de ella
vendrá otra madre
que comprenderá
la carga genética.
Armará el clan
y buscará
los símbolos secretos
de la familia.
Ordenará
según las estrictas reglas
el árbol genealógico.
Seremos triángulos y círculos
unidos y separados
por fechas
y acontecimientos
entrelazados con otros clanes.
Por eso
ella
será la que prepare el té
con cucharas de madera
e inicie el rito
que yo también conozco.
La historia secreta
de las mujeres de la casa.
Herencia Universal
genéticamente comprobada.
Yo también ahora
tomo té
de jengibre
miel
y marcela.
Y también sueño
con la serpiente asesinada
con los secretos
que no son míos
y por los que debo atestiguar.
No puede haber
solo mandatos
y transferencias.
Que la vida sea
solo
las valijas de otros.
Que solo exista
la posibilidad de un misterio.
Por eso
ya escribí
todas las cartas
a los antepasados
a los muertos
al clan.
Ya realicé
todos los ritos de pasaje.
Reprogramé
mi adn.
Mi sangre hirvió
sobre la hipnosis
ericksoniana
de los recuerdos.
Hasta llegar a la oscuridad
de la memoria sin tiempo
que se esconde
en la palabra mujer.
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